No se puede aceptar que la actuación del Ejército fue "correcta y oportuna" sin que el Gobierno aclare antes todas las dudas
La tragedia que se abatió el viernes por la noche al incendiarse un ducto de combustible en Tlahuelilpan, en el Estado mexicano de Hidalgo, ofrece por desgracia un compendio de los males que afligen al conjunto del país. La explosión que mató al menos a 98 personas y dejó decenas de heridos, muchos de ellos graves, rompe y sume en el dolor a familias enteras de procedencia extremadamente humilde, que acudieron al lugar del accidente con intención de conseguir unos litros de combustible. En general, pone también de relieve la impotencia del Estado, patente desde hace años, para acabar con el robo en la red de Pemex; y en lo particular, la incapacidad de las fuerzas de seguridad, especialmente del Ejército, de proteger adecuadamente a la población en un momento de emergencia.
Resulta necesario también, antes que nada, rechazar con contundencia los intentos de culpabilizar a las víctimas. No existe mayor bajeza moral que atribuir la desgracia de los muertos y heridos a su comportamiento al acudir con recipientes, empujados por su acuciante necesidad económica, sin incluir en la ecuación no solo su paupérrima condición económica y social sino también el estado de desastre general en el que se encuentran los ductos de Pemex. Tampoco es válido argumentar su supuesta resistencia a los escasos soldados en el lugar del accidente para justificar la pasividad de estos últimos. La obligación de las fuerzas de seguridad es proteger a los ciudadanos, incluso contra la voluntad de estos.
Esto último no supone, como ha planteado reiteradamente en sus intervenciones el presidente de la República, tener necesariamente que hacer uso de la fuerza o enfrentarse a la población, a lo que él se opone. Los expertos en seguridad pública, por el contrario, destacan que la clave para manejar con éxito una situación como la del viernes en Hidalgo consiste en la presencia masiva, temprana y disuasoria de suficientes efectivos de las fuerzas de seguridad. El mayor peligro se presenta siempre cuando, por escasez de números, estos se ven desbordados por la población, se rompen las líneas de contención o algunos efectivos se separan del grueso y se ven rodeados por individuos incontrolados. Que es precisamente lo que sucedió el viernes, lo que llevó a los soldados a “retirarse a un costado”, según las explicaciones oficiales.
El presidente de la República, que considera que la actuación fue “correcta y oportuna”, ha cerrado filas con el Ejército. Sin embargo, quedan demasiados interrogantes como para aceptar sin más su palabra. La información oficial inicial sostuvo que los militares tuvieron conocimiento de la fuga inicial a las 16.50 de la tarde del viernes. Pero reporteros de este periódico recogieron testimonios sobre el terreno, tanto de pobladores como de elementos de las fuerzas de seguridad, de que desde las dos de la tarde ya había presencia militar en la zona. El domingo por la noche, el secretario de Seguridad Pública admitió públicamente que Defensa tuvo constancia de la toma ilegal a las 14.30.
Tampoco se sabe qué ordenan los protocolos del Ejército para estos casos, si se siguieron el viernes pasado, o incluso si estos existen. Lo que resulta a todas luces evidente es que los aproximadamente 25 soldados presentes fueron insuficientes para mantener el orden, lo que hubiera evitado las consecuencias más graves de la explosión posterior. El hecho de que, después del accidente, se desplegaran 400 soldados más no hace más que acrecentar las dudas. ¿Hubiese cambiado el curso de la tarde si hubiesen llegado con antelación? Su cuartel está en Pachuca, la capital de Hidalgo (a unos 80 kilómetros del siniestro) a poco más de una hora.
Resolver todos estos interrogantes no va a devolver la vida a las personas que la perdieron el viernes. Tampoco va a acabar con el dolor de sus familias ni el de todos aquellos en México que sienten en sus corazones lo sucedido en Tlahuelilpan. Pero resulta imprescindible que los ciudadanos tengan claridad sobre lo sucedido, quién supo qué, cuándo, quién dio órdenes o dejó de darlas, y qué se podría haber hecho de otra manera para evitar las muertes.
En tela de juicio está también la capacidad operativa del Ejército para atender emergencias de este tipo —que incluyen el uso de prácticas de protección civil y de manejo de la fuerza—, precisamente en un momento en el que la creación de la Guardia Nacional está siendo debatida a fondo en la sociedad mexicana.
Las Fuerzas Armadas mexicanas arrastran ciertamente el lastre de una mala reputación precisamente por esta falta de protocolos, por actuaciones cuestionables cuyas responsabilidades se diluyen en la cadena de mando y por la falta de respeto a los derechos humanos. De forma paradójica, es justamente en el apoyo a tareas de rescate donde su capacidad y entrega resultan altamente valorados por la sociedad. Todo ello se mezcla y se acentúa en el desastre del viernes pasado.
El presidente de la República dijo el sábado que lo sucedido en Tlahuelilpan constituye una “lección dolorosa”. Es ciertamente dolorosa, pero no será una lección hasta que se aclaren todos los interrogantes, se implementen los cambios que se juzguen necesarios, y la ciudadanía tenga la seguridad de que, en el futuro, el Ejército estará en mejor situación de ofrecerle la seguridad exigible en una democracia avanzada, como la que aspira a ser México.
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