1.800 toneladas de bombas explosivas y de material incendiario fueron lanzadas sobre la capital sajona entre las 10 de la noche y la 1:00 de la madrugada. El ataque, que se dividió en dos pasadas consecutivas de 20 minutos cada una, reventó casas y edificios, dejando la ciudad reducida a escombros y cenizas.
Incluso el entonces primer ministro británico, Winston Churchill, expresó dudas inmediatamente después del ataque.
"Me parece que ha llegado el momento en que debería revisarse la cuestión del bombardeo de ciudades alemanas simplemente por aumentar el terror, aunque bajo otros pretextos", escribió.
"La destrucción de Dresde es un serio interrogante contra la conducta de los aliados".
Tornados de fuego
Lo que vino a continuación fue una orgía de fuego y destrucción. Dresde carecía de refugios antiaéreos, por lo que la población usaba los sótanos para guarecerse cuando la aviación aliada visitaba la ciudad. Sin embargo, la magnitud del ataque del 13 de febrero iba a convertir en ratoneras mortales muchas de aquellas estancias subterráneas, a veces porque las bombas llegaron a taponar las bocas de salida al exterior, a veces porque el fuego que derretía las plantas superiores de los edificios acabó consumiendo el oxígeno que quedaba en el subsuelo.
Como si fuera un testigo más del aquelarre, McKay relata en su libro las horas de terror que se vivieron en los improvisados refugios, a oscuras y en silencio mientras las explosiones hacían crujir los bloques de viviendas sobre sus cabezas, aunque el verdadero espanto acontecía en el exterior, a ras de calle.
La acumulación de edificios ardiendo, uno al lado de otro a lo largo de manzanas enteras, acabó provocando un extraño fenómeno que a veces se da en los incendios de gran magnitud, consistente en la formación de fuertes corrientes de aire que atraen hacia las llamas todo lo que se encuentra a su alrededor.
Aquella noche, centenares de civiles que intentaban escapar se vieron atrapados por inesperados tornados de fuego que los empujaban hacia el interior de las calderas en que se habían convertido las edificaciones. Los que logaron huir fueron sorprendidos por el material inflamable que esparcían las bombas incendiarias. Los que vivieron para contarlo, relataron escenas de mujeres y niños corriendo por la calle cuyas ropas empezaban a combustionar de repente como si fueran cerillas, o caían desplomados cuando los adoquines ardientes derretían las suelas de sus zapatos. Los que creyeron estar a salvo refugiándose en tanques de agua, acabaron cocidos. Todo era incandescencia, fulgor y olor a carne quemada.