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Chile está acostumbrado a convivir con los terremotos. El país de Gabriela Mistral sufrió el mayor sismo del que se tenga registro en un siglo, cuando en 1960 la ciudad de Valdivia fue convertida en escombros por un movimiento telúrico de escalofriante magnitud 9,5. El mismo Charles Darwin, cuando visitó las costas chilenas en el siglo XIX a bordo del Beagle, dio cuenta en sus diarios de la devastación que provocó el terremoto de Concepción de 1835, que destruyó la ciudad. Recientemente, dos terremotos de magnitud 8,8 en 2010 y magnitud 8,4 en 2015 recordaron la trágica y constante historia de energías desfogadas por las placas de Nazca y Sudamericana sobre los más de cinco mil kilómetros de longitud de la costa y Andes chilenos. El carácter del país sureño se moldeó por los terremotos al punto de convertirlo en un modelo de estoicismo y resiliencia, que lo fortaleció y le dejó una misión: reconstruirse siempre.
Las respuestas chilenas a los terremotos dejan valiosas lecciones para la tarea de reconstrucción tras la tragedia del sábado 16 de abril. La primera se relaciona con las edificaciones. Cualquiera que haya vivido en Chile lo sabe: los bienes raíces son más caros que en otros países debido a las estrictas normas de construcción. Eso implica procedimientos de ingeniería y vivienda que puedan soportar terremotos superiores a los de magnitud 8. De hecho, si uno observa con detenimiento, Chile cuenta con un exiguo patrimonio arquitectónico debido a la difícil sobrevivencia de los edificios coloniales ante megaterremotos que llegan constantemente y devastan todo. Las construcciones chilenas modernas son cada vez más seguras, gracias a su capacidad para absorber temblores. Eso no evita que algunas colapsen, como ocurrió con edificios y puentes durante el sismo de magnitud 8,8 de febrero de 2010. Pero, dada la magnitud de ese terremoto, la respuesta general de las construcciones fue buena.
Otro aspecto importante es la capacidad chilena para mejorar la política pública ante las catástrofes. La Oficina Nacional de Emergencias (Onemi) es la entidad encargada de organizar los planes de contingencia sismológicos, que incluyen simulacros y prácticas de evacuación, particularmente en las zonas reconocidas como áreas de riesgo. Empero, las experiencias muestran que los terremotos son imponderables que dejan grietas en la planificación. El caso más evidente fue la tragedia de febrero de 2010. La tardía respuesta de la Onemi fue el resultado de un coctel de factores. A lo letal de un terremoto en la madrugada, se sumó un tsunami, cuya alerta pública se demoró por problemas de comunicación entre las autoridades del Gobierno –a 11 días del cambio de mando–, y por el colapso de la telefonía fija y móvil. También falló la dimensión del aislamiento de los afectados y la falta de víveres y agua, que originaron saqueos en varias zonas. Solo dos días después se decretó un estado de excepción para que las Fuerzas Armadas garanticen la seguridad pública y la distribución de la ayuda.
Las lecciones del terremoto de 2010 permitieron mejorar todos los procedimientos ante catástrofes. Se compraron suficientes teléfonos satelitales para tener comunicación permanente sin depender de la falta de señal de telefonía móvil ni de electricidad. Por otra parte, desde 2010 las respuestas de las autoridades del Gobierno son inmediatas ante un terremoto y el riesgo de un tsunami, lo que incluye estados de excepción que garanticen orden y una mejor tarea de rescate y distribución de ayudas. Finalmente, se establecieron procedimientos a nivel nacional para la evacuación e identificación de lugares de protección, sobre todo con procesos de simulacros y educación masiva y permanente. Estos esfuerzos permitieron que, ante el terremoto de magnitud 8,4 que afectó el norte de Chile en 2015, solo se contabilizaran 15 víctimas fatales.
La capacidad de los chilenos para reconstruirse tiene que ver con una característica de sus gobiernos: prudencia. Eso significa que siguen una regla de superávit fiscal que les permite ahorrar en las buenas épocas y gastar más cuando hay crisis económicas o catástrofes naturales. El flagelo de 2010 no fue la excepción. Se calcularon pérdidas materiales por 30 mil millones de dólares, que incluían la reconstrucción de 500 mil viviendas y de los hospitales, escuelas y puentes afectados. El gobierno de Sebastián Piñera aumentó el royalty para la minería, que le permitió recabar 3.200 millones de dólares y además utilizó los ahorros fiscales. El resultado: la economía chilena creció 5,8% en 2010. El Gobierno liberó la importación de material de construcción, lo que permitió contar con 500 mil viviendas provisionales en corto plazo, mientras se empezaban a construir las viviendas permanentes.
Adicionalmente, se crearon programas temporales de empleo para 60 mil afectados. Cinco años después de la tragedia, casi la totalidad de viviendas e infraestructura había sido reconstruida. Todo un logro que debemos intentar emular, para atenuar el dolor de nuestra tragedia y mitigar los golpes futuros de la naturaleza. (O)
Fuente: http://www.eluniverso.com/opinion/2016/04/24/nota/5540742/lecciones...